lunes, 19 de mayo de 2008

Un enigma llamado EPR

Carlos Fazio


De manera sorpresiva, el 24 de abril, un par de días después de anunciar la reanudación de sus acciones militares, el Ejército Popular Revolucionario (EPR) invitó a un grupo de reconocidos miembros de la sociedad civil a que interviniera como mediador en un “diálogo” con el gobierno de Felipe Calderón tendiente a la aparición con vida de dos de sus compañeros detenidos en mayo de 2007. El hecho desató especulaciones, porque el EPR, considerado por los servicios de inteligencia “la guerrilla activa más radical y peligrosa”, se había negado desde su aparición en el vado de Aguas Blancas, Guerrero, el 28 de junio de 1996, a cualquier negociación con las autoridades.

El año pasado, tras la detención-desaparición de Gabriel Alberto Cruz Sánchez y Edmundo Reyes Amaya, el EPR protagonizó sendos sabotajes con bombas contra ductos de Petróleos Mexicanos (Pemex) que generaron cuantiosos daños materiales, en lo que fue el inicio de una nueva fase de hostigamiento militar contra objetivos estratégicos en diferentes estados del país. Según sus propios documentos, la guerrilla eperrista es partidaria de todas las formas de lucha; combina las formas legales con las clandestinas, las parlamentarias y las extraparlamentarias, y la resistencia civil pacífica con las acciones militares y la autodefensa de masas. En la etapa actual, dominada por un gobierno que definen como ultraderechista, reaccionario y fraudulento, el EPR había calificado de prioritaria la modalidad de la autodefensa armada de las masas ante el cierre de los espacios legales por el régimen neoliberal de Felipe Calderón, la militarización y paramilitarización del país y el regreso de la tortura, las desapariciones forzosas y las ejecuciones extrajudiciales como prácticas de un Estado de tipo contrainsurgente, lo que según la organización armada derivó en un agotamiento de las vías pacíficas de transformación social.

Por eso ahora, la nueva acción política, no armada, del EPR –que no supone una negociación con el gobierno de Calderón ni un reconocimiento de su legitimidad– generó diversas interpretaciones. Entre ellas, que se trata de una “trampa” o “maniobra distractora”, o que propone negociaciones debido a su “debilidad” o “acorralamiento político”. Lo cierto es que han pasado ocho meses de los últimos sabotajes con explosivos en los estados de Veracruz, Puebla y Tlaxcala, y en ese lapso el EPR se ha venido manifestando mediante comunicados vía Internet, donde exige al gobierno la aparición con vida de sus dos compañeros, bajo amenaza de reanudar las hostilidades.

La propuesta eperrista se dio después de que un conocido militante de la ultraderecha mexicana, José Antonio Sánchez Ortega, vinculado con los servicios de inteligencia, denunció públicamente que Calderón y el EPR estaban “negociando” una tregua militar en lo oscurito. Fue evidente que la “negociación” entre el gobierno y el grupo armado ocasionó cierto malestar en el interior de las fuerzas armadas. El ala “dura”, que considera a los eperristas simples “transgresores de la ley”, recomendó al “comandante supremo” Calderón que se abstenga de reconocer de facto a “otros ejércitos”; piensan que la aceptación tácita a negociar con los “delincuentes” del EPR les da en automático la estatura de ejército.

La denuncia exhibió contradicciones al interior del régimen entre “halcones” y “moderados”. Y si bien la respuesta inicial del gobierno fue condicionar cualquier negociación a una virtual rendición incondicional de la guerrilla (contrapropuesta considerada “alevosa, grosera y tramposa” por el EPR), la marcha atrás gubernamental hizo evidente que Calderón tiene muchos frentes abiertos en lo político y lo militar, por lo que un proceso de negociación con la guerrilla podría desactivar nuevos sabotajes y aminorar las tensiones y la violencia a escala nacional.

Vista así, la ofensiva política del EPR, lejos de expresar debilidad, podría estar obligando al régimen calderonista a definirse en torno al tema de la desaparición forzada de personas, considerado un crimen de lesa humanidad. En ese contexto, documentos de la octava Región Militar con sede en Oaxaca, atribuidos a su comandante, el general Juan Alfredo Oropeza, dieron cuenta de que dos oficiales de la Marina, los tenientes de navío y fragata (respectivamente), Manuel Moreno Rivas y José Manuel Vera Salinas, quienes dirigían las policías ministerial y preventiva de Oaxaca, habrían participado en la detención-desaparición de los dos eperristas. Un día después, la Procuraduría General de la República negó la participación de militares en los hechos.

A su vez, la PGR filtró información que señala como autores intelectuales de sendas desapariciones a gente del círculo íntimo del gobernador Ulises Ruiz, entre ellos un primo del mandatario, Romeo Ruiz. Las investigaciones de la procuraduría apuntan a la desaparecida Unidad Ministerial de Intervención Táctica (UMIT), “grupo de choque” a las órdenes Jorge Franco Vargas, que habría llevado a cabo una guerra sucia contra la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca y el EPR. Según un “testigo protegido” de la PGR, la UMIT, integrada por unos 40 agentes de elite de distintas corporaciones policiales, realizaba operaciones ilegales sin uniforme, en automóviles “no oficiales”, con armas largas no registradas ante la Secretaría de la Defensa Nacional, y contaba además con equipo electrónico de inteligencia montado en una camioneta y cuatro casas de seguridad.

Lo curioso del caso es que, pese al desmentido de la PGR, en sus propias investigaciones aparece al menos uno de los dos marinos involucrados por la comandancia de la octava Región Militar: José Manuel Vera Salinas, actual jefe policial en Cancún, Quintana Roo. El sorpresivo pase a retiro del general Juan Alfredo Oropeza indica que, sin tirar tiros, el EPR exhibe al gobierno y está haciendo daño.

(La Jornada, 19 de mayo de 2008)

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