RAMÓN GUZMÁN RAMOS
La primera cuestión que seguramente se planteó Felipe Calderón al hacerse cargo de la Presidencia de la República debió haber sido sobre la problemática más urgente a la que tendría que enfrentarse. Era necesario escoger de entre todos el problema más grave que padecía la sociedad. El objetivo fundamental consistía en dar un golpe mediático contundente que le permitiera empezar a hacerse de la legitimidad que no había obtenido del reciente proceso electoral. Y el problema más urgente era –y sigue siendo– el de la inseguridad pública. Su antecesor, Vicente Fox, había dejado que el crimen organizado creciera desmedidamente hasta el punto en que llegó a convertirse en un verdadero asunto de seguridad nacional.
La mejor estrategia que se acomodaba a sus pretensiones era la militarización. El uso de las fuerzas armadas le daba al presidente Calderón la posibilidad de alcanzar dos objetivos al mismo tiempo: 1) darle un golpe espectacular al crimen organizado y hacerse de la legitimidad que tan urgentemente estaba necesitando; y 2) hacer una contundente demostración de fuerza, del control de la fuerza pública por parte del Ejecutivo federal, para disuadir a la población de cualquier intento de rebelión cívica en su contra, sobre todo cuando casi la mitad del electorado cuestionaba directamente su triunfo en las urnas.
En Michoacán, la violencia desatada por el crimen organizado llegaba a situaciones de guerra. Las ejecuciones y los enfrentamientos entre los cárteles de la droga por el control de territorios saturaban la atmósfera de un olor a horror y a muerte. Todavía no podemos asegurar con precisión cuál fue realmente la causa por la que Calderón decidió iniciar sus operativos conjuntos en la entidad. Quizá el hecho de haber un gobierno perredista influyó en su decisión –además de que es su tierra natal–, más cuando una buena parte del perredismo michoacano, sobre todo el oficial, había tenido serias diferencias con López Obrador y algunos acercamientos con el foxismo. Quién sabe. Estos son elementos que se pudieron haber tomado en cuenta a la hora de decidirse a empezar por Michoacán. Un triunfo militar aquí contra el narco le significaría la adquisición de todo ese capital político que estaba necesitando desesperadamente.
Las cosas, sin embargo, no le han resultado a Calderón como quisiera. La estrategia de militarizar la lucha contra el crimen organizado y de usar al Ejército como una fuerza de disuasión política ha empezado a generar efectos de desastre. Los cárteles que se disputan encarnizadamente el control de los territorios en el país han empezado a dirigir su capacidad de fuego contra las corporaciones policiacas y el Ejército. Esta es, por cierto, una guerra que nadie puede ganar. Es que tendría que ser una guerra de exterminio, como en efecto se empieza a mostrar. Y los narcos no son de ninguna manera una especie en extinción. Son capaces de reponer rápidamente a los elementos que se aniquilan y de volver a crecer con su enorme, inacabable, poder de fuego y de corrupción.
Lo que está ocurriendo más bien es que la militarización de la estrategia de combate al narcotráfico invade ya a la sociedad. La pretensión de disuasión ha rebasado todos los límites y se convierte en una política de intimidación directa y de represión indiscriminada contra la población civil. Lo que se empieza a militarizar es la vida social. Y la militarización implica la violación sistemática, de facto en este caso, de las garantías constitucionales de la sociedad civil. Lo que ha estado sucediendo durante estos días en la región de Tierra Caliente es una muestra alarmante de lo que podría ser una tendencia a nivel nacional. Felipe Calderón se podría sentir tentado a afianzarse exclusivamente en las fuerzas armadas del país y dejar a un lado las disposiciones que le marca la Constitución.
Pero esta estrategia está mostrando también una contradicción garrafal. No ha logrado acabar con el crimen organizado. Al contrario, las ejecuciones, los enfrentamientos entre los cárteles y entre éstos y el gobierno son cada vez más frecuentes y más sangrientos, con un daño colateral a la sociedad civil que raya en el terror. El descontento ciudadano, que se concentraba casi exclusivamente en el cuestionamiento a los resultados electorales del 2 de julio del 2006, se ha desplazado a otros sectores de la sociedad civil, como los sindicatos, las organizaciones populares y campesinas, que no han vacilado en tomar los espacios públicos para impulsar un movimiento de magnitud nacional en contra de las reformas estructurales del régimen. Y está en ciernes otro tipo de descontento colectivo, que tiene que ver con la violación generalizada de los derechos humanos.
La estrategia de militarización que ha adoptado Felipe Calderón podría empezar a meter todo tipo de tensiones entre las propias fuerzas armadas. El Ejército no puede hacerse cargo por sí solo de un problema que les compete directamente a las corporaciones policiacas y que requiere, como se ha insistido, de una estrategia diferente que incorpore las acciones de inteligencia. Pero no sólo a través de la violencia se combate un proceso de descomposición social como el que estamos padeciendo. Es necesario abrir otros frentes en donde las armas tengan que ver más bien con el desarrollo equitativo, la construcción de oportunidades para todos, la educación y la cultura. Aceptar que la militarización es el único recurso que nos queda es como abrirle paso sin ninguna resistencia a un proceso de fascistización de la vida nacional que nos puede asfixiar políticamente a todos.
(La Jornada Michoacán, 10 de mayo de 2007)
jueves, 10 de mayo de 2007
La estrategia de la militarización
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